La luna se encontraba suspendida por un hilo de plata invisible, reflejando su grandeza en las aguas de la laguna que proyectaba mi memoria. Y las estrellas se movían y bailaban con los planetas en un cielo tan infinito como bello. La tranquilidad era fruto del dolor que oprimía fuerte en aquel lugar. Yo observaba la escena desde una roca alta en concepto de acantilado, donde las olas rompían violentamente, enojadas con la luna brillante que enturbiaba la memoria, deshaciendo el dolor interior de los recuerdos. La tempestad era fruto de lo que debimos hacer, y no hicimos...
Salté desde el acantilado, y antes de estrellarme contra el mar, me agarré fuerte a la capa del viento que me llevó lejos, muy lejos, a un lugar donde el Sol nunca se puso, un lugar que calentaría mis venas para que mi sangre fluyese suave, llegase al corazón durmiente y lo despertase. Debí suponer que tardaría en adaptarme cuando solté las ropas del viento y quedé en aquel desierto. El viento era fruto de lo que debimos decir, y no dijimos…
El lagarto me observaba atentamente, y yo miraba al escorpión carnívoro que me contaba la fugaz agonía de su última víctima, y que no hace mucho habría anhelado degustar un alimento como yo. Pero dijo que al verme sintió morir de inanición, y de un soplido lo transformé en un gigantesco león negro.
Ahora que reinaba las dunas, me ofreció cobijo, alimento y protección absoluta.
El lagarto seguía inmóvil y pensativo, sus ojos me revelaron la atormentada situación que vivía: demasiado viejo, demasiado torpe como para llegar hasta la cima más alta, habiéndola buscado toda su vida deambulando por el desierto. De un guiño lo convertí en ave rapaz de plumaje verde esmeralda y ojos de espejo. Me ofreció volar hacia las montañas y así lo hice. Mi imaginación era fruto de lo que debimos creer, y no creímos…
En la cima más alta tropecé con una espiral psicodélica que me llevó a un estado de evasión tal, que creí estar muerto. La mariposa multicolor me preguntaba si quería probar los inhaladores radiales que crecían en el centro, me ofreció un catálogo visual en el que podía probar muestras gratuitas sin compromiso alguno. Probé el inhalador número veinte, e instantáneamente el mono que colgaba de una palmera gigante sabía que tenía que reprimir su instinto animal porque yo me encontraba en estado de evasión extracorporal sin posibilidad alguna de articular palabra. El mono cogió mi cuerpo, de una sacudida me estrelló contra el firmamento y cuando salía de la vía láctea me agarré a otra espiral psicodélica. Había que volver, y desde la espiral al acantilado: fui otra vez al acantilado. La vuelta a casa fue fruto de lo que debimos intentar, y no intentamos…
Ahora era de día y los diminutos cangrejos intentaban picotear los dedos de mis pies. Era verano en aquel lugar lleno de gente por conocer, experiencias por vivir, sueños por cumplir. Ella estaba allí, en la orilla dando saltitos porque la arena quemaba.
Me acercaré a ella, que es mi vida, ¿cómo se llamará?, creo que esta vez empezaré así, por una palabra, tan solo por un nombre, una sonrisa.
Mi sonrisa fue fruto de lo que pude amar, y amé.
Jose Lun.
Salté desde el acantilado, y antes de estrellarme contra el mar, me agarré fuerte a la capa del viento que me llevó lejos, muy lejos, a un lugar donde el Sol nunca se puso, un lugar que calentaría mis venas para que mi sangre fluyese suave, llegase al corazón durmiente y lo despertase. Debí suponer que tardaría en adaptarme cuando solté las ropas del viento y quedé en aquel desierto. El viento era fruto de lo que debimos decir, y no dijimos…
El lagarto me observaba atentamente, y yo miraba al escorpión carnívoro que me contaba la fugaz agonía de su última víctima, y que no hace mucho habría anhelado degustar un alimento como yo. Pero dijo que al verme sintió morir de inanición, y de un soplido lo transformé en un gigantesco león negro.
Ahora que reinaba las dunas, me ofreció cobijo, alimento y protección absoluta.
El lagarto seguía inmóvil y pensativo, sus ojos me revelaron la atormentada situación que vivía: demasiado viejo, demasiado torpe como para llegar hasta la cima más alta, habiéndola buscado toda su vida deambulando por el desierto. De un guiño lo convertí en ave rapaz de plumaje verde esmeralda y ojos de espejo. Me ofreció volar hacia las montañas y así lo hice. Mi imaginación era fruto de lo que debimos creer, y no creímos…
En la cima más alta tropecé con una espiral psicodélica que me llevó a un estado de evasión tal, que creí estar muerto. La mariposa multicolor me preguntaba si quería probar los inhaladores radiales que crecían en el centro, me ofreció un catálogo visual en el que podía probar muestras gratuitas sin compromiso alguno. Probé el inhalador número veinte, e instantáneamente el mono que colgaba de una palmera gigante sabía que tenía que reprimir su instinto animal porque yo me encontraba en estado de evasión extracorporal sin posibilidad alguna de articular palabra. El mono cogió mi cuerpo, de una sacudida me estrelló contra el firmamento y cuando salía de la vía láctea me agarré a otra espiral psicodélica. Había que volver, y desde la espiral al acantilado: fui otra vez al acantilado. La vuelta a casa fue fruto de lo que debimos intentar, y no intentamos…
Ahora era de día y los diminutos cangrejos intentaban picotear los dedos de mis pies. Era verano en aquel lugar lleno de gente por conocer, experiencias por vivir, sueños por cumplir. Ella estaba allí, en la orilla dando saltitos porque la arena quemaba.
Me acercaré a ella, que es mi vida, ¿cómo se llamará?, creo que esta vez empezaré así, por una palabra, tan solo por un nombre, una sonrisa.
Mi sonrisa fue fruto de lo que pude amar, y amé.
Jose Lun.
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