Nuestro juego

Nuestro juego gana valor. Espero un minuto para pensar si lo que tengo que decirte debe llegar a ti, o si por el contrario es mejor que quede aquí, encadenado a este sentimiento que se desborda por momentos, y que se ha convertido en un verdadero hastío que azota sin clemencia.

Nuestro juego evoluciona. Es por eso que al final decido callar, para no alimentar más ese fuego que quema pero no calienta, que ciega pero no ilumina. Y lo reduzco a cenizas, lo termino y lo convierto en polvo definitivo. Así mis tormentas se alejan, y todo vuelve a esa calma que tanto echaba de menos, a ese estado de paz del que había sido despojado.

Nuestro juego cambia. Pero, iluso de mí, esto no resulta ser más que una mentira disfrazada de realidad. Porque aún está ahí el rescoldo latente, esperando ser avivado por tu aliento, cuando yo apenas ya recuerdo las quemaduras de tu fuego. Y soplando vuelves a encenderlo, y cuando consigues que perdure, el perro del hortelano vuelve apoderarse de ti en un acto cíclico que, al final, me provoca una amplia sonrisa, supongo debida, a la absoluta ignorancia que me posee. Y sin embargo me divierte, me mantiene alerta,  me entretiene e incluso en cierto modo, me otorga felicidad.

Nuestro juego pierde color, pero gana incandescencia, adquiere bagaje, consistencia y color. Y no me importa el final ni el desenlace, porque seguimos jugando por el puro placer de hacerlo, y así será, hasta que otros fuegos sean más intensos, hasta que otros fuegos nos quemen más, hasta que otros nos hagan suyos con más intensidad.